Cuando tenemos cualquier tipo de lesión, dolor o síntoma que sugiere un funcionamiento anormal de alguna parte de nuestro cuerpo físico, solemos tener claro dónde, cuándo y a quién consultar, identificando con cierta facilidad los límites entre lo que es normal sentir o presentar y lo que no. Pero cuando lo que no funciona es nuestro cuerpo psíquico, suele ser más complicado “darse cuenta” de que algo no va bien. Tendemos a priorizar los síntomas físicos sobre los emocionales.

Todos tenemos una capacidad de tolerancia al estrés y adaptación al cambio, pero cuando esta capacidad se ve superada por la magnitud del estresor (físico o psíquico), el tiempo que éste se prolonga o la capacidad de nuestro sistema nervioso de gestionarlo, pueden aparecer síntomas de todo tipo.

Por otro lado, las enfermedades mentales tienen una distribución epidemiológica como cualquier otro tipo de enfermedad, y es sabido que trastornos como la depresión mayor, pueden afectar al 17% de la población a lo largo de su vida, la ansiedad social afecta hasta al 13% de la población, la esquizofrenia al 1% y el trastorno de ansiedad generalizada entre al 3 y al 8% (Kaplan Sadock. Sinospsis de Psiquiatría, 11ª ed., 2015). Esto significa que más allá del estrés o factores externos, existe una predisposición genética a padecer ciertas enfermedades, igual que ocurre con la enfermedades endocrinas, neurodegenerativas o el cáncer.